Hace tiempo que no hablo (perdón escribo) de cine, pero es que últimamente no me había acostado con una buena digestión cinematográfica. Pero ayer sucedió. Invertí 6 € en una entrada para ver "1000 años de oración" una de esas joyas que se esconden en la cartelera murciana entre gritos de terror, tiroteos y chicas/os increíbles que parecen hechos por encargo (tan guapos y a medida).
Cuando se fue la luz, me encontré en un aeropuerto y un anciano chino que llega para encontrarse con su hija. A partir de aquí, asistimos a una sesión curativa de las heridas que el pasado dejó en su relación. La hija se ha americanizado y está en un momento de cambio difícil. El padre pone sobre la mesa silencios, ecos, paciencia y gracia para que el sake vital no abrase la garganta. Este tipo de historias nos muestra que el idioma no es un obstáculo para expresar sentimientos. Memorables son los momentos en los que el inglés no es suficiente para expresarse con una anciana iraní y los gestos, miradas y sonrisas tienen más significado que una palabra. Quiero advertir que no es cine lento y plomizo, sino cándido con momentos hilarantes.
El contraste y el desencuentro entre este superviviente de la Revolución Cultural y la resignada desolación de su americanizada hija están descritos con sutileza y profundidad, con aroma y sabiduría. Lo que cuenta es triste. Habla de los secretos y las mentiras que uno llega a creerse para justificar o soportar su existencia, del sentimiento colectivo de soledad, de la angustia y la impotencia ante el sufrimiento de lo que más quieres. Pero también posee humor y gracia mostrando el desconcierto de este hombre ante el nuevo mundo, su humanidad en sus intentos de comunicación con los extraños, una poética no subrayada, un actor al que llegas a querer. Se sale de la sala satisfecho por la inversión realizado, salvo el idiota que se pone a hablar por el móvil en la sala. Porque hasta un idiota tiene esta historia.
Salud,
Patxeko
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